Lo cementerios están cargados de
recuerdos que nos gustaría haber tenido.
Yo, que soy de pasear jugando con la
vida sobre dos ruedas, me cuelo en el centro de la pena,
casi se podía coger la distancia con
las manos,
olía a pasto la soledad.
Las mariposas no saben dónde vuelan, y
yo tampoco.
Las flores me miran como queriendo
salir corriendo,
pero son mentira.
Eres tan mentira que casi te creo.
Pero ha sido mucho mejor destruirnos,
vaciarme las manos de sal,
y beberme la tristeza a morro,
quedarme colgando de tu agua,
de tus granos de arena en mi reloj de
paso.
A su paso te fuiste
con él.
Me giré mucho antes,
por no escuchar tu “adiós”,
mejor eso que admitir que soy un poco
más valiente desde que no estás,
pero tampoco te has ido.
Soy hierba verde en mitad de todo este
campo de amapolas secas.
Anoréxicas de amor.
Qué pena me da no sentirlo,
nada en absoluto.
Que venga la lluvia de golpe,
que nos coja por sorpresa la marea
que se te despeinen los ojos,
que te acaricien las alas,
que tus piernas no sean más que un
escenario triste -como hasta ahora-
en la que algún insensato, insensible,
desolado,
se para un rato a navegar y olvidarse
del resto,
la soledad también es esto.
Que te cruces con otras como tú; que
te crucen la cara, y el corazón.
Como tú;
Que te lo rompan de tal manera que se
te olvide cómo era eso de vivir,
que te lata tanto el pecho que te
duela,
que notes los latidos en la garganta,
que mastiques la soledad. Y no puedas
escupirla.
Que te llamen desde lejos,
siempre guapa,
nunca en serio.
Que se le olvide a los demás
apreciarte, como tú un día de olvidaste de hacerlo al resto.
No te voy a llorar; aún no te has
muerto.
Si toda esa gente te viera, tendría
que resucitar para salir corriendo antes de volver a quedarse sin
corazón.
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